Abuela, (Madre), Hija
Ruth es profesora. Le gusta su profesión y disfruta con las alumnas, incluso con las adolescentes (“….tenían un glamur escurridizo. En ellas todos resultaba favorecedor: la furia, la indignación, cuando estaban malhumoradas o durmiendo en sus pupitres y cuando soltaban anillos de humo en la parada de autobús con suma concentración, cuando comían a toda velocidad yogur de avellana, los mechones de pelo escapados de las coletas colgando en los tuperware. Sus granos parecían muy bonitos desde ciertos ángulos, como desafiantes joyas punk o formaciones geológicas”). Sin embargo, a su propia hija ―esta es una novela de mujeres, de hombres/padres ausentes, de abuelas, madres, hijas y amigas― la perdió por la droga. Ahora la relación con ella es torpe, tímida, siempre temerosa del rechazo. Todo acercamiento parece excesivo, una invasión. Cuando Eleanor se queda embarazada, Ruth comparte el maternaje y finalmente se hace cargo por completo de su nieta Lily. Esta deviene un ser espabilado, inteligente, sensato, empático (“Lily [pensaba] en sus padres como en unos parientes alocados, excéntricos, como la gente de circo o los astronautas, con el corazón en su sitio pero la cabeza en las nubes. Ausentes y distraídos, pero divertidos y cariñosos… niños ellos mismos, que era la razón de que tomásemos nosotras las decisiones”). Y Lily trae de vuelta a la vida de la abuela la alegría, la esperanza, el disfrute, esa felicidad que no es otra cosa que unos momentos gozosos (“Decía [Ruth] que, a medida que te hacías mayor, era importante tomarse el placer muy en serio. ‘Hay que tomarlo por las solapas… llamarlo como a un taxi.’”). Cuando Ruth enferma y finalmente muere, Lily tiene que servirse de todo el acervo de madurez y sabiduría que atesora para hacer frente a la nueva situación. Amada y perdida de Susie Boyt ―hija de Suzie Boyt y Lucian Freud y, por tanto, harto conocedora de la ausencia del padre como enfermedad hereditaria― es una novela de resiliencia, luminosa a ratos, tremenda en otros, algo desigual, que ―como apunta Marta Sanz en su elogiosa crítica― “[nunca] incurre en la cursilería ni el merengue para provocar el efecto de ternura”. Destaquemos, por fin, la eminente contribución al placer de lectura de la traductora, la gran Magdalena Palmer.

Comentarios
Publicar un comentario