Tan echaditas palante, tan sin miedo

“Llévatelo, anda”, me decía el librero y yo miraba el libro, lo abría por una página cualquiera (“Abuela estaba todo el día diciéndome que saliera un fisquito pafuera pa la claridad, que estaba más escolorida que un gufo, que no podía ser tanta enguirriadera ay dentro”) y lo volvía a cerrar. Bah, yo era demasiado 'clásica' para semejantes moderneces barbarísticas. Sabía que se habían ido sucediendo las reimpresiones desde que salió Panza de burro a principios del verano, que el libro se había convertido en un fenómeno, un sorpresivo éxito boca a oreja. Luego tuve la ocasión de conocer a su joven autora en una especie de presentación-conversación, y me cautivó. Andrea Abreu habló de sus orígenes canarios y de ese modo particular de habla que los impregna; de cómo le costó y cómo logró reivindicarlo finalmente, con orgullo, gracias a sus lecturas de autoras caribeñas y latinoamericanas. Porque la anónima narradora y su inseparable amiga Isora, por la que siente devoción, son dos preadolescentes tinerfeñas. Andan salvajes, apenas vigiladas por sus respectivas abuelas, por los barrios pobres y desolados de una población en lo alto de Icod de los Vinos, lejos de la playa de San Marcos que aparece como un destino soñado, lejos también de las playas del sur donde la madre ausente limpia las habitaciones de hotel de los guiris y el padre trabaja en la costrusión. Juntas juegan interminablemente con sus barbis o con la gueinboi, se aprenden las letras del grupo dominicano Aventura, se saben de memoria las peripecias de los personajes de Pasión de Gavilanes. Exploran su reducido hábitat, sus cuerpos, conocen el sexo, o todas las formas mezquinas que están a su alcance. Una vez que me hubiera hecho a la idea de que ciertas palabras no estaban mal escritas sino simplemente diferentes, de que si no entendía un vocablo ya la entendería, a fuerza de verlo de nuevo en su contexto, y si seguía sin entenderlo no pasaba nada… Una vez que me hubiera entregado a la singular escritura de Andrea Abreu, que mezcla con audacia y pulso firme párrafos de una gran belleza poética (“Y vi el mar, el mar y el cielo que siempre parecían la misma cosa, la misma masa gris y espesa de todos los días. Se me ocurrió que la tristeza de la gente del barrio eran las nubes, las nubes clavadas en la punta del cogote, en la parte más alta de la columna vertebral, a la hora de la novela”) con muchos otros escatológicos, procaces (“isora tenía pelos en el pepe y a veces se los afeitaba todos hasta el güeco y le picaba el culo isora tenía un pelo negro tieso tupido como el cespe de mentira de las casas rurales en el pepe el pelo de isora olía a molino de gofio a almendras tostadas a pan bizcochado ver a isora me hacía sentir tranquila…”) a los que les arranca otro tipo de belleza. Una vez que empezara a leer en voz alta estas estampas de las dos valientes rebeldes y me abandonara a cómo cantaba y cómo fluía su hablar… estaba bajo el embrujo del mundo de la autora. Porque es lo que consigue: crear un mundo propio, inconfundible. Y esto no está al alcance de cualquiera, eh. Hacer que entre palabrotas, culos, vómitos, cagadas, pepes y cucas nazcan la ternura, la tristeza, la poesía. Extraordinario. Palabra de una 'clásica'. (Nota: tanto la portada del libro como la ilustración que acompaña este textito corresponden a un proyecto de la fotógrafa Alessandra Sanguinetti. Y esto es aun otra historia.)

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