Seguimos vivos en las historias que nos contamos

Vaya revuelo, el que se ha armado alrededor del libro autobiográfico de Ana Iris Simón, Feria. Que si su autora era de VOX, que si abogaba por la familia numerosa, por la “patria, estirpe, linaje” (como reza uno de los capítulos), que si era antifeminista… Reconozco que leí el libro con buena predisposición. Que simpatizo sobremanera con sus evidentes arremetidas contra la corrección política, contra cierta ridícula modernor. En Feria, reciben su parte los chicos “blandengues” de la nueva masculinidad y también las feministas que llaman “tejer redes de cuidados femeninos” a algo que hacían las titas y las vecinas de Simón: salir al fresco a charrar. Reciben su parte quienes se creían el cuento del progreso a través de la formación superior y la vida urbanita y quienes argumentan que hacen falta inmigrantes para pagar las pensiones de lxs viejxs autóctonxs. Porque —argumenta— ello impide que paguen las pensiones de sus propios antecesores. Recibe su parte la alta cultura que se cree superior, y por mucho que la autora se nutra, también, de ella. Porque Ana Iris Simón es una chica muy lista y leída y creo que lo que hace —y lo hace muy bien— es recoger el descontento y las carencias de su desubicada generación. Tiene treinta años y viene de una familia que suma dieciocho primas y primos, de Campo de Criptana. Los Simón eran labradores y ocho hermanos. La familia de la madre eran feriantes y vendían bisutería y juguetes, desde Sevilla hasta Lleida; hasta que toda España se convirtió en una feria y los omnipresentes chinos y súperes hicieran redundantes en gran medida esas ferias y mercadillos. La suya es una visión nostálgica de una España en la que se fumaba en público y no se ponía el cinturón en la parte de atrás del coche y en los circos había animales vivos, antes de la llegada de las rotondas y los adosados y “una ola de crueldad… no al mundo, sino a nuestros ojos, que de pronto empezaron a ver víctimas que antes no veían.” Que era, claro está, también el país de su infancia, y digo yo que puede que esto influya. Ahora bien, donde más me encandiló el libro es en la creación de ciertos personajes de la familia (su padre, su madre la Ana Mari que “es como el universo: se expande”, el tío Hilario, guardián de la memoria familiar, de chascarillos, dichos y coplas). En el fino oído del habla de este pueblo manchego suyo “atravesado por tres realidades: la ausencia total de relieve, el Quijote y el viento.” En un mundo de (falsas y contundentes, o falsamente contundentes) divisiones, entre unos y otras, derecha e izquierda, rojos y azules, Feria irrita (me remito al revuelo), provoca, desconcierta. Yo me quedo con sus personajes irisados, desbordantes, nacidos de una cultura oral, un sentimiento de pertinencia y la memoria.

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